https://cdn.proboxtv.com/uploads/Edwin_Valero_a7568c52fb.webp

Edwin Valero: boxeador, asesino

Sólo conocí a Edwin Valero una vez.

Más exactamente, le vi varias veces en el mismo vestíbulo de hotel durante la misma semana de peleas. Él no hablaba inglés, y yo sigo sin hablar español, pero al final de la semana él y yo nos saludábamos con una sonrisa; en nuestro último encuentro, antes de que saliera hacia el Frank Erwin Center de Austin, Texas, para destrozar a Antonio Pitalua en dos asaltos y aumentar su récord a 25-0 (25 nocáuts), me envolvió en un abrazo de oso.

Mientras lo hacía, miré por encima de su hombro y vi a su mujer, Jennifer, y a sus dos hijos pequeños, muy juntos, como en un abrazo protector, mirándonos con lo que me pareció incertidumbre o incluso ansiedad. En aquel momento, lo achaqué a que me sentía fuera de lugar, a que no hablaba el idioma, quizá incluso a la timidez. En retrospectiva, no puedo evitar preguntarme si era miedo, no del desconocido al que abrazaba Valero, sino del propio hombre.

Valero no volvería a pelear en Estados Unidos. Dos meses después de su última victoria, mató a Jennifer a puñaladas en una habitación de hotel y, al día siguiente, se ahorcó en su celda de la cárcel.

Tanto por necesidad como por diseño, el boxeo se llena de la escoria de la sociedad y luego finge mortificarse cuando se enfrenta a las inevitables consecuencias. El deporte y el negocio que lo rodea están plagados de gente desagradable: Frankie Carbo, que en su día controló gran parte del deporte en Estados Unidos, evitó las acusaciones de asesinato múltiple que pesaban sobre él en gran parte porque los testigos tenían la costumbre de caerse por la ventana de las habitaciones de hotel. Don King, uno de los promotores más célebres de la historia y miembro del Salón Internacional de la Fama del Boxeo, mató a un hombre a pisotones. Mike Tyson, miembro del Salón de la Fama, es un violador convicto. Floyd Mayweather Jr, miembro del Salón de la Fama, es un maltratador doméstico en serie. El campeón de los pesos pesados Tyson Fury es un aparente homófobo. Ike Ikeabuchi está completamente loco. Félix Verdejo es un asesino a sangre fría. Y ni siquiera mencionemos al verdaderamente repugnante Davey Hilton y a su casi igualmente repugnante familia.

Escribir sobre esos hombres sin mencionar sus infames actos es renunciar a la responsabilidad moral, y sin embargo todos lo hacemos. (Una vez me pasé gran parte de una entrevista televisada con Tyson hablando de su afición a las palomas). Escribir sobre Valero plantea el mismo dilema, así que permítannos ser inequívocos desde el principio: Edwin Valero fue un asesino, y se le debe recordar sobre todo como el asesino de su mujer.

Pero antes que asesino, fue boxeador; trece años después de su muerte, sigue provocando escalofríos a quienes se enfrentaron a él en el cuadrilátero, incluso en el sparring. Y, a pesar de sus mejores esfuerzos, el boxeo sigue atrayendo a nuevos aficionados e incluso a aficionados que quizá no habían nacido cuando Valero arrasaba en las filas profesionales, y que quizá no conozcan su historia. Cuando incluso gente como Óscar de la Hoya sigue reflexionando sobre la experiencia casi traumática de ser sparring de Valero, quizá merezca la pena dedicar tiempo a reflexionar sobre por qué, a pesar de la forma en que acabó con su vida y con la de Jennifer, muchos en la industria siguen reflexionando sobre sus 27 combates, sus 27 victorias por KO y sin más sobre lo grande que podría haber sido. En retrospectiva, quizá la propia naturaleza de Valero el boxeador haga que su aparición como Valero el asesino sea un poco menos sorprendente.

Porque incluso para los estándares de los boxeadores profesionales, incluso como participante en un deporte que glorifica a un competidor liberando al otro de la conciencia, Valero destacó desde el principio por su violencia pura y dura. Tras derrotar a Francisco Bojado en las filas amateur, el entrenador de Bojado, Joe Hernández, le llamó "monstruo".

Se hizo profesional en julio del 2002 en su Venezuela natal. Su rival fue Eduardo Hernández. Valero lo noqueó en el primer asalto. Hernández no volvería a pelear.

Su segunda pelea terminó igual: KO 1. Y su tercera. Y la cuarta. Tras acumular ocho victorias por KO en el primer asalto, empezó a entrenar y a pelear en Estados Unidos, en el gimnasio de Hernández en California. Con menos de ocho asaltos en su haber, se enfrentó al futuro campeón del peso ligero, Juan Lazcano. Lazcano abandonó el gimnasio para no volver.

"¿Qué le das de comer a este tipo?" le preguntó Mike Anchondo, otro futuro campeón. "¿Clavos?"

Entrenaba como peleaba, a 160 kilómetros por hora y con una ferocidad aterradora e irresistible. Verle entrenar -no pelear, ni siquiera hacer sparring, sino entrenar- se convirtió en una atracción en SoCal. Hasta su decimonoveno combate, Valero no superó el primer asalto, cuando Genaro Trazancos llegó hasta el segundo. Antes de enfrentarse a Valero, Trazancos tenía un discreto pero respetable 21-7-1. Después de eso, se fue al 1-8. Después, fue 1-8.

El combate contra Trazancos, en marzo de 2006, tuvo lugar en Kobe (Japón), donde Valero residía por aquel entonces, y donde se le denegó la licencia en Estados Unidos cuando un escáner rutinario previo al combate reveló una pequeña mancha en su cerebro. Valero insistió en que no era nada, el resultado de un accidente de moto antes de convertirse en profesional que nunca le había molestado; pero cuando se le negó lo que creía que estaba a punto de conseguir -grandes combates en Estados Unidos, un contrato con la HBO-, Valero se volvió, según los que le conocían, más malhumorado y enfadado que antes.

Incluso cuando, en su siguiente pelea después de Trazancos, ganó un título mundial, derribando y parando a Vicente Mosquera para hacerse con el cinturón de las 130 libras, seguía siendo una volátil mezcla de personalidades: expansivo y extrovertido en un momento, hosco y retraído al siguiente. En retrospectiva, se daban todos los ingredientes para una mezcla inflamable: una educación problemática, una lesión cerebral juvenil, una profesión que abrazaba la violencia y le obligaba a asestar puñetazos en la cabeza. Para empeorar las cosas, Valero añadía alcohol y cocaína a la mezcla.

Cada vez más, el foco de sus demonios era Jennifer. Aunque no era inmediatamente obvio que estuviera abusando físicamente de ella, su comportamiento se volvió cada vez más infeliz y el de él progresivamente más posesivo.

Finalmente, Bob Arum encontró una comisión estadounidense dispuesta a permitir el regreso de Valero a Estados Unidos. Pero tras despachar a Pitalua, fue acusado de conducir bajo los efectos del alcohol y se le denegó la reentrada en EE UU. (El tatuaje del dictador venezolano Hugo Chávez que ahora lucía en el pecho probablemente no ayudó).

Aquello pareció llevar a los demonios de Valero a otro nivel de furia. Un mes después de su última pelea, Jennifer ingresó en el hospital por lesiones que incluían un pulmón perforado y costillas rotas. Alegó que se había caído. Valero fue detenido tras amenazar a los médicos y enfermeras del hospital; incluso mientras le detenían, prohibió a su mujer hablar con la policía.

Para entonces, el gobierno venezolano estaba preocupado por el comportamiento cada vez más errático de una de las estrellas deportivas más populares del país y dispuso que ingresara en rehabilitación en Cuba; de camino al aeropuerto, Valero, ebrio, estrelló su coche y perdió el vuelo. Poco más de una semana después, el 17 de abril de 2010, alquiló una furgoneta y condujo con su esposa hasta la ciudad de Valencia, donde esa noche ambos se registraron en una habitación del Hotel Intercontinental.

A las 5.:30 de la mañana siguiente, Valero se dirigió descalzo a la recepción y anunció tranquilamente que había matado a su mujer. La había matado a puñaladas.

Preocupados por el riesgo de suicidio, la policía le quitó la chaqueta y los cordones de los zapatos antes de dejarlo en su celda. Pero le permitieron conservar su chándal, que fue lo que utilizó para ahorcarse en la madrugada del 19 de abril de 2010. Tenía 28 años.

Al reflexionar sobre el boxeador Edwin Valero, se tiende a especular sobre lo bueno que era en realidad y lo mucho que podría haber logrado. Y es comprensible.

Pero lo mismo podría preguntarse de Jennifer. De lo que podría haber sido y haber hecho, de a quién podría haber amado y qué vida podría haber vivido si nunca hubiera conocido a Edwin Valero, de cómo se merecía algo mucho mejor que ser encontrada en el suelo de una habitación de hotel en Venezuela en un charco de su propia sangre.